En marzo de este año Irene, de 17 años, falleció en Manzanares (Ciudad Real) como consecuencia de la anafilaxia. La joven consumió un café en una máquina que contenía restos de proteína láctea, a la que era alérgica. Tras la ingesta, sufrió una reacción que le provocó una parada cardiorrespiratoria. Fue ingresada de urgencia en el hospital, pero tras permanecer en la UCI varios días, Irene perdió la vida. El suceso acaparó decenas de titulares no sólo por la tragedia en sí, también porque esta enfermedad, y su posibilidad de un trágico desenlace, no es del todo conocida para la mayoría de la población.
En los últimos años, su incidencia se ha incrementado y los expertos en la materia buscan concienciar sobre los efectos y la prevención de reacciones graves que puede derivar en la muerte si no se actúa a tiempo. La buena noticia es que hay medicamentos que evitan que la reacción progrese, si bien es cierto que conllevan un coste económico que puede representar una barrera para los pacientes. Una de las posibles soluciones es la inclusión del tratamiento de la anafilaxia, los Autoinyectores de Adrenalina (AIA), en el grupo de aportación reducida para que el tratamiento sea más accesible. Esta demanda conllevaría un incremento adicional anual para el Sistema Nacional de Salud (SNS) de entre 5 y 3 millones de euros aproximadamente.
La anafilaxia, según la Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica (SEAIC), es la manifestación alérgica más grave que existe. En concreto es la representación clínica aguda más severa de una reacción alérgica y puede ser mortal. Es, por tanto, una emergencia médica que requiere de una actuación inmediata. A diferencia de otras enfermedades alérgicas que afectan solamente a un órgano, la reacción es sistémica, es decir, afecta a todo el organismo y puede manifestarse con síntomas variados. Además, aparece de forma súbita, en pocos minutos. Puede llegar a producir síntomas respiratorios, como el ahogo, o cardiovasculares con caída de la tensión y pérdida del conocimiento. En casos muy extremos puede conducir a un resultado fatal, especialmente si no se reconocen los síntomas a tiempo y no se actúa rápidamente. Cuando en la anafilaxia existe afectación cardiovascular con bajada de la presión arterial se denomina choque anafiláctico.
Los especialistas en alergología advierten de que es difícil estimar “la proporción de la población que ha presentado anafilaxia alguna vez, ya que los estudios que han intentado investigar esta cuestión varían mucho según autores, países, métodos de estudio, etc”, como recoge ‘El libro de las enfermedades alérgicas’, elaborado por la SEAIC. Se calcula que ocurren entre 50 y 112 episodios de anafilaxia por cada 100.000 personas por año. De estos casos, la mortalidad se ha situado entre el 0,05 y el 2 por ciento. Esto significa que en España cada año “se producen probablemente entre 20.000 y 50.000 anafilaxias, y que los casos mortales se sitúan entre 10 y 1.000”. A pesar de no ser unas cifras muy elevadas, la mayoría de los casos podrían evitarse, especialmente porque las personas afectadas son jóvenes o no tienen enfermedades graves previas.
En España se producen entre 20.000 y 50.000 anafilaxias al año, donde los casos mortales se sitúan entre 10 y 1.000
Las causas más frecuentes de la anafilaxia son los medicamentos (destacan penicilina y sus derivados, la aspirina y los antiinflamatorios), los alimentos (entre los cuales destacan las frutas como el melocotón, los frutos secos y el marisco) y las picaduras de abejas y avispas. Otras causas menos frecuentes son el látex o el Anisakis. Además, existen otras enfermedades poco frecuentes que pueden manifestarse clínicamente con reacciones anafilácticas, como puede ocurrir en las mastocitosis, en las cuales se produce un exceso de mastocitos que se activan con facilidad, liberando las sustancias que inducen los síntomas alérgicos. En un porcentaje nada despreciable de casos, no se halla una causa específica, incluso después de un estudio alergológico exhaustivo. En estos casos se habla de anafilaxia idiopática.
EL PRECIO DE LA VIDA
Las guías de práctica clínica recomiendan tratar la reacción anafiláctica lo más rápido posible, antes de dirigirse a un centro sanitario, porque el retraso en su aplicación se relaciona con una mayor mortalidad. La falta de utilización de los AIA tiene varias causas. “Hay muchas variables, una de ellas es el coste”, explica el investigador y consultor en Economía de la Salud Jorge Mestre. La falta de concienciación conlleva que muchos pacientes no lo consideren necesario, pero las razones económicas pueden suponer una barrera para muchas personas con rentas bajas, que podría explicar las bajas tasas de prescripción o de renovación, así como otros factores relacionados como la vida útil de los autoinyectores, (entre 14 y 16 meses) o el número de dosis dispensadas (se recomiendan llevar dos).
En España, estos tratamientos tienen una aportación normal, es decir, son medicamentos dispensados en la farmacia comunitaria con sus respectivos copagos asociados. Según los cálculos de Mestre, el incremento del gasto para el SNS que supondría la inclusión de los AIA dentro del grupo de medicamentos de aportación reducida sería de entre 3 y 5 millones de euros, lo que representaría financiar cerca del 30 por ciento más del actual gasto total de los AIA. Para llegar a este dato “primero hay que conocer el tamaño de mercado y estimar la proporción financiada por el SNS del mercado total actual frente a la aportada por el paciente”, incide el economista. Luego se estima “el impacto de pasar de la situación actual a financiarse en su totalidad”.
El impacto anual con un reembolso total sería de unos 5 millones de euros
Con datos de 2022, el precio de venta al público (PVP) de los AIA es de 14,5 millones de euros. De esta cantidad, toca analizar la proporción actual que está financiada por el SNS. El problema es que no hay datos para conocer qué pacientes, con el actual sistema de copagos, pagaría el precio total del tratamiento o un porcentaje menor. Esta estimación se realiza de dos maneras. “La idea sería ver cómo se reparte el gasto farmacéutico total de medicamentos dispensado en oficina de farmacia por tramo de renta o el número de personas por tramo de renta. Luego se extrapola a los autoinyectores.
De esta manera, con el primer método, la proporción del gasto total en medicamentos que se financia en su totalidad por el SNS representa el 7,2 por ciento del gasto total. Por otro lado, la proporción del gasto total financiado al 40 por ciento por el SNS representa el 0,3 por ciento. El gasto farmacéutico que se reembolsa al 90 por ciento por parte del SNS se lleva la mayor parte, con un 67 por ciento del total de los AIA. Sumando todos los tramos de renta (con su copago aplicable), el SNS financia 11,9 millones de euros, es decir, el 82 por ciento del gasto total en AIA (los 14,5 millones de euros). Con el segundo método, mediante el gasto en AIA por nivel de renta según el número de personas por estos niveles, estiman que el SNS financia el 67 por ciento (9,7 millones) de los 14,5 millones de euros. En conclusión, el porcentaje que el SNS podría estar financiando sería de entre el 67 y el 82 por ciento del gasto total, con 9,7 y 11,9 millones de euros respectivamente.
Por tanto, para estimar el impacto de pasar a una situación con un reembolso total para todos los niveles de renta, solo habría que calcular la diferencia entre el total del mercado y lo financiado actualmente según las dos estimaciones. Con el primer método, el impacto anual sería de 4,8 millones de euros, con el segundo, el impacto sería de 2,6 millones. De estas cifras habría que descontar la contribución de 4,24 euros por receta que realizan los pacientes, aunque el medicamento se encuentre dentro de la aportación reducida, pero no se dispone del número de recetas de AIA para poder hacer el cálculo.
Estas cifras recogen la parte del paciente, pero en los últimos años también hay un debate sobre si determinados centros, como colegios, polideportivos, comercios, hostelería, etc. deberían tener provisto estos autoinyectores por si fueran necesarios en algún momento. Este sería, en principio, un gasto privado del que no hay una tasación aproximada ya que hay pocas iniciativas al respecto y la legislación no aclara qué ocurre con el uso de medicamentos que no está prescritos para un paciente concreto.
CUESTIÓN DE EFICIENCIA
“La aportación reducida no va a ser la solución, porque también hay mucho de educación, pero para asegurarse que los pacientes dispongan siempre de dos AIA ayuda que el copago esté limitado al máximo”, argumenta Mestre. Los números en términos absolutos son mínimos: apenas 5 millones extra al año como máximo. “Sería un uso eficiente de recursos”, incide. Si no se consigue para todo el mundo, el economista defiende que sí se financie al completo al menos a los menores de 18 años, para que el copago no sea una barrera a la adherencia y la posibilidad de tener autoinyector.
Victòria Cardona, presidenta del Comité de Anafilaxia de la SEAIC y alergóloga del Hospital Vall d’Hebron, coincide en esa decisión: “Lo ideal sería una aportación reducida”. Los autoinyectores tienen un precio que rondan los 30, 40 o 50 euros cada uno y “en las consultas muchos pacientes trasmiten que es un tratamiento caro”. No sólo es el acceso al mismo, también es el coste de la renovación y la cantidad, las instituciones europeas recomiendan que el paciente disponga de al menos dos autoinyectores consigo. “Hay que plantearlo como un seguro, que ojalá no lo necesites pero debes tenerlo, y la aportación reducida ayudaría a ello”.
¿Por qué hasta ahora no se ha atajado este problema? Hay varias razones. Principalmente, como comenta Cardona, “la incidencia es muy difícil de conocer en la población general”; aunque en la mayoría de países hay un aumento de ingresos por anafilaxia, este sería un marcador indirecto de que la incidencia podría estar aumentado”. Además, en términos absolutos, las cifras de defunciones son pocas en relación con otras enfermedades. La concienciación es un factor que, a juicio de los expertos, debería potenciarse en el caso de esta enfermedad. “La población no conoce el riesgo que supone y sigue habiendo episodios que no se reconocen como tal”, incide Cardona, aunque considera que se han dado muchos pasos en las últimas dos décadas.
El economista Jorge Mestre añade que otra de las claves se halla en la perspectiva social de las evaluaciones económicas. Las personas que conviven con esta enfermedad están sanas, por ello el valor de autoinyector incrementa, porque permite que alguien, en muchos casos niños, aporte toda la productividad de su vida laboral promedio. También habría que considerar el hecho de aquellos costes indirectos que evitaría la financiación total de los AIA, como el ahorro al SNS en el caso de hospitalizaciones o visitas a urgencias.
Para impulsar la inclusión de estos tratamientos como grupo reducido sería interesante, apunta Cardona, considerar la anafilaxia como enfermedad crónica: “Esta es una visión que ha aparecido recientemente y tiene toda la lógica; si lo comparamos con epilepsia un paciente solo tiene crisis de forma puntual, pero se le considera como enferme crónico”. Muchos de los pacientes están en riesgo permanente, como los alérgicos a alimentos o a picaduras de los himenópteros. Incluso hay pacientes en los que no se llega a saber a qué son alérgicos o cuál es el factor desencadenante. “Debería considerarse la medicación que precisan como la que se emplea en enfermedades crónicas”, resume.
VALORAR LA INNOVACIÓN
El tratamiento de los AIA se basa en la adrenalina (o epinefrina) intramuscular. Se trata de un medicamento que actúa rápidamente y que mejora la mayor parte de los síntomas. El problema de los autoinyectores es que la innovación reside en la forma de administración y no en el principio activo. Pero, como la adrenalina es barata, los precios no siempre incluyen esa innovación. Si se compara un tratamiento con métodos más antiguos de dispensación o administración los precios van a ser más bajos.
“Esta situación no incentiva a que desarrolles innovaciones, porque lo van a comparar con dispositivos de dispensación antiguos que no tienen el mismo valor”, desarrolla el economista. La mejoría de las nuevas formas de administración hace que esta sea más sencilla, más fácil de aplicar y de forma más rápida. Con tratamientos más antiguos se debe medir la cantidad de adrenalina, preparar la ampolla o montar la jeringuilla. Unas dificultades que los nuevos autoinyectores no tienen.
Sería necesario modificar los precios de referencia para incentivar y recompensar el valor y la innovación de los nuevos tratamientos
Hasta ahora se ha ofrecido una posible solución desde el lado de la demanda (paciente), pero por la parte de la oferta (regulación de precios) también sería necesario, opinan los expertos, modificar los precios de referencia para hacer posible que haya grupos con el mismo principio activo, pero con diferente dispositivo de administración o forma farmacéutica. Por lo tanto, además de asegurar que el copago no sea una barrera a través de la aportación reducida, “los precios de referencia deben incentivar el desarrollo de nuevos dispositivos de administración, que es lo que aporta valor”, razona Mestre.
Recompensar, en definitiva, el valor añadido de los nuevos tratamientos que suponen una ventaja clínica relevante para el paciente. Las dificultades legislativas a la hora de cambiar o crear grupos “conlleva que se pague de manera más arbitraria por esos productos”, añade. Ante esa dificultad, también sería interesante un precio ponderado que diferencie el valor de los nuevos tratamientos “por los que se debería pagar más”.
Como el precio que otorga el ministerio es muy bajo y el precio de coste de la fabricación es muy similar al de venta al mercado, en los últimos años se han producido consecuencias negativas para las compañías y los pacientes. Por ejemplo, se ha dado la circunstancia de laboratorios que han retirado del mercado sus AIA por ser económicamente inviables. También ocurre que “desde otros países, adquieren los autoinyectores que deberían comercializarse en España porque son más baratos y el mercado queda desabastecido”, señala Cardona.
En definitiva, por un lado los precios de referencia deberían modificarse para valorar la innovación relevante para el paciente y que ello incentive a los laboratorios a comercializar los autoinyectores; por otro, la inclusión de estos tratamientos como grupo reducido no supondría un coste muy elevado para el SNS y permitiría salvar vidas y ahorrar costes indirectos.